Rufino Tamayo

(1899-1991)

Rufino del Carmen Arellanes Tamayo nació el 26 de agosto de 1899 en la ciudad de Oaxaca, Oax. en el seno de una familia de origen indígena.

Huérfano, en 1911 se trasladó a la Ciudad de México. Ingreso como alumno regular a la Escuela Nacional de Artes Plásticas, donde adquirió una formación que después superaría. El inicio del trabajo de Tamayo como pintor coincidido con el apogeo de la pintura mural mexicana. Tamayo decidió no repetir las fórmulas de la retórica política o de la Escuela Mexicana de Pintura. Opuso al estilo nacional uno personal. La pintura de su primera época tiene ya fórmulas propias. Su incursión en el campo de la gráfica contiene inquietudes de experimentación, aunque sólo producía entonces grabados en madera.

Entre 1926 y 1938 Tamayo pintó naturalezas muertas y paisajes urbanos en línea con Paul Cézanne; por ese camino llegó después a George Braque. Tamayo no hizo pintura cubista, sino que expandió las consecuencias de ese movimiento. Otras telas de esa misma época se basaron en una inspiración más libre y lírica que define la exaltación del color y los temas de la vida cotidiana. En estos trabajos incorporó también sensualidad y exotismo, que se mezclaron con cierto primitivismo. Para entonces su labor gráfica alcanzó presencia internacional.

La década de los años 40 constituyó el primer gran período creativo, que tuvo como escenario la ciudad de Nueva York donde el artista radicó durante casi 20 años. En 1949 viajó a Europa donde realizó diversas exposiciones. En esa década surgieron los verdaderos contemporáneos de Tamayo, como Jean Duduffetm Francis Bacon, Balthasar Balthus, Willen de Kooning. Con quienes compartió más afinidades fue con Roberto Matta y Wilfredo Lam. En esos años pintó una serie de telas violentas, a veces sombrías; otras exaltadas y siempre intensas y reconcentradas. Es aquí donde Tamayo descubrió la facultad metafórica de los colores y las formas. El cuadro se convirtió en la contrapartida plástica de la imagen poética, no en la traducción visual, el poema verbal – como ocurrió en la pintura de los surrealistas – sino en una metáfora. Tamayo creó un arte de transfiguraciones, como lo valora Octavio Paz.

En los años 50, Tamayo había consolidado su fama internacional. En el primer lustro de esa década terminó los murales Nacimiento de nuestra nacionalidad, México de hoy, Homenaje a la raza india, La noche y el día, Naturaleza muerta y dos versiones de Prometeo. Al término del decenio aprovechó los adelantos técnicos para imprimir en su obra gráfica una insólita delicadeza y una sorprendente originalidad otorgando a sus formas una gran elegancia. La litografía resulto para Tamayo una técnica adecuada para su sensibilidad y un campo de innovación.

En 1964, después de 6 años en Paris, Tamayo y su esposa, Olga, regresaron definitivamente a México. En donde habría de realizar seis murales más, entre los que se encuentra Dualidad, trabajo devenido en ícono de la pintura mexicana. En la gráfica logro no sólo virtuosismo sino que expandió su inagotable inventiva.

La creación pictórica y la obra seriada del artista corrieron de manera paralela en los años 70. En la pintura eliminó lo superfluo con inteligente disciplina ordenadora y depurada. En la gráfica introdujo diversos materiales y usó el collage logrando ilimitadas posibilidades en la textura y calidad de sus obras. A mediados de la década empezó a ensayar con un nuevo proceso hasta lograr, junto con Luis Remba, director del Taller de Gráfica Mexicana, la mixografía. Ambos diseñaron nuevas herramientas y maquinaria especial para integrar color y textura al papel convirtiéndose en sustancia y parte del mismo.

En la octava década de su vida, el rigor plástico y la imaginación que transfiguraba al objeto son los polos donde se define la pintura de Tamayo. La compleja síntesis a la que llegó el creador incluía el arte prehispánico, el arte popular y rasgos de las distintas vanguardias internacionales. La obra del artista puede sintetizarse en las siguientes palabras de Octavio Paz: “el elemento reflexivo es la mitad de Tamayo, la otra mitad es la pasión que nunca se degrada… la belleza no es proporción ideal ni simetría sino carácter, energía, ruptura, expresión.”

En 1990 terminó el que sería su último cuadro, El muchacho del violín. Murió el 24 de junio de 1991. Sus restos fueron depositados en el museo de arte contemporáneo que fundó en la Ciudad de México y que lleva su nombre.

Sobre su trabajo Tamayo expreso “…en cierta forma toda mi obra habla de amor. Llegué a la conclusión de que el amor es la mejor razón para vivir… amor en un sentido universal… amor a la naturaleza, a los objetos, al trabajo mismo… contemplo la tierra y el espacio, observo, pinto y siento que va surgiendo en mí un gran amor”.

 

Juan Carlos Pereda

 

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